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16-08-2018

Del Poder Militar al Poder Judicial

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Un análisis sobre el presente suramericano, en tiempos de democracia en retirada

Desde tiempos inmemoriales, la “cuestión militar” ha sido tema central de la historia de la humanidad y de la política. El análisis y la existencia del poder judicial, es bastante más reciente.
 
A lo largo de la historia, el poder, cualquiera sea el nombre que adopte, ha sido remiso a ser juzgado.
 
No por nada el poder judicial, como parte del Estado moderno, fue el último en materializarse. También por ello su tránsito institucional no estuvo exento de tropiezos, errores u omisiones en cuanto a la consideración y función que debía cumplimentar dentro del estado tripartito republicano.
 
Varios teóricos, sobre todo norteamericanos, analizaron la estructura y ubicación dentro del Estado de la justicia de su país. En los primeros años de la nueva república estadounidense, la justicia sólo fue entendida como un “socio menor dentro del Estado”, incluso para quienes redactaron la Constitución de 1787, dándole primacía democrática al Gobierno y al Congreso por sobre el poder judicial.
 
Es que aquellos poderes judiciales de época, con la idea de “defender a los ciudadanos de las arbitrariedades del Estado”  fueron producto de una negociación entre el concepto aristocrático y monárquico de organización y el republicano. La inexistencia de monarquía en Estados Unidos hizo que el poder judicial se desarrollara “al servicio de la democracia” y no para cuidarnos del “abuso del gobierno”, como los poderes judiciales de “su majestad” en Europa. 
 
Más allá de esto, lo cierto es que el origen de “lo judicial” es europeo, y podríamos situarlo alrededor del año 415 antes de Cristo cuando la polis ateniense, elevó el tribunal de la heliea al carácter de lo que hoy llamaríamos un tribunal supremo.
 
Entonces le otorgaría el poder de invalidar, por vía de la acción denominada de “grafé paranomon”, hasta las propias decisiones del pueblo reunido en asamblea.
 
Paradojalmente, ese fue el primer acto donde un poder externo a la asamblea del pueblo, podía invalidar lo decidido por el pueblo mismo reunido.
 
Tal vez esta haya sido, la primera vez que existió un poder judicial con la función de poder determinar, en última instancia, lo que era valido o no, conforme a “potestades superiores”  destinadas a controlar los “excesos asamblearios”.
 
En aquellos años tan lejanos, el poder económico transnacional no era ni siquiera imaginable, y sin embargo a pesar de los cientos y miles de años transcurridos, la idea de un “poder superior” destinado a controlar los “excesos asamblearios y populares”, hoy denominados despectivamente “populismo”, sigue imperturbable. Sobre el discurso de “la interpretación de lo legal” este poder judicial actual, determina los límites de la soberanía popular y de la democracia real.
 
Suramérica, nuestra querida Suramérica nunca ha tenido una oligarquía muy afecta a la democracia, democracia entendida como el gobierno de las mayorías en beneficio de sus intereses, con respeto a los derechos de la minoría, entre los cuales no esta la pretensión de gobernar. En tanto la democracia es un hecho político, también es un hecho numérico, y el concepto “un hombre un voto” sigue siendo el norte absoluto, que debe subordinar cualquier otra interpretación de la democracia.
 
El poder judicial, destinado a controlar los “excesos de la República” fue concebido como veíamos, con un status conservador y las propias características de su estructura y funcionamiento así lo denotan. El poder judicial puede decidir, más allá del Congreso, si una ley es legal, puede decidir sobre los bienes, la libertad y las vidas de las personas, puede invalidar acciones del Poder Ejecutivo y puede perseguir ciudadanos con su sola decisión. Sus miembros tienen mandato de por vida, su sede es un “palacio” de justicia y sus miembros se autodenominan “su señoria”.  Cualquier semejanza con la aspiración monárquica de gran parte de sus miembros, no es casualidad. 
 
Este poder judicial ha quedado fuera de época, y este es el debate que ya resulta inocultable en nuestros días. Conceptos como justicia independiente, o independencia de poderes, resultan ya un poco obsoletos, en tanto el estado ha ido perdiendo poder a manos de las empresas multinacionales a lo largo de estos último 50 años, y hoy el poder judicial ya no debe “proteger” a los ciudadanos de las “arbitrariedades y excesos” de la democracia y del estado, sino que  debe proteger a los ciudadanos y al gobierno del absoluto desprecio que por ellos tienen tanto el mercado, como las empresas multinacionales, cuyo respeto por los derechos ciudadanos, la democracia y la decisión soberana de los pueblos, no aparecen visibles en su agenda principal.
 
Por estos días escuchamos los términos  fake news y law fare, para describir algo de que de nuevo no tiene nada, y sobre cuyas características Argentina ha sido involuntaria pionera, tanto en la construcción de mentiras periodísticas, hoy denominadas fake news, como en la puesta en marcha de persecuciones judiciales, hoy también rebautizadas lawfare.
 
Las crónicas periodísticas del bombardeo a Plaza de Mayo en Argentina en 1955 - el primer acto terrorista en nuestro país - y las características y alcances del decreto 4161, de prohibición del peronismo y de su sola mención, publicado en el Boletín Oficial del 9 de marzo de 1956, son un antecedente histórico ineludible, de las hoy denominadas fake news y law fare.
 
El vibrante esfuerzo de algunos sectores, por autodefinirse como “descubridores”, adoptando estas definiciones de fake news y law fare, no considera lo que siempre señalaba Rodolfo Walsh cuando nos decía “nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores. La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan”.
 
No parece un acierto, seguir hablando de law fare y fake news como si fueran cosas nuevas, cuando ya están grabadas a fuego, en  la memoria cultural de los trabajadores argentinos, las arbitrariedades del decreto 4161 y las mentiras de aquellos años del Diario La Nación. 
 
Entonces como ahora, la “prensa independiente” se presentaba como defensora de la democracia, los jueces que aplicaron el decreto 4161, como objetores del “peronismo corrupto” y los compañeros encarcelados, como parte de una “desgracia necesaria de la Argentina que debe terminar”. Ya entonces también había “arrepentidos”  preocupados por la “corrupción y la violencia estatal del peronismo”. De todos modos, Alberto Teisaire no merece compararse con Claudio Uberti.
 
Luego de haber bombardeado la Plaza de Mayo en 1955, y de llevar a cabo una serie de “cruzadas democratizadoras” que incluyeron proscripciones, golpes de estado, genocidios y otras “luchas libertadoras”, el pueblo argentino sigue sin convencerse de la bonomia de su “clase dirigente republicana”.
 
Esta obcecación del pueblo argentino, en la defensa de su identidad cultural, ha hecho estéril la posibilidad de la oligarquía argentina, de poder concebir un proyecto de país sustentable en el tiempo, más allá del novedoso hecho del triunfo de Mauricio Macri en 2015. Su fracaso rotundo, los obliga a imponer dos años después,  un “gobierno judicial”. Su claro perfil persecutorio, es la admisión tacita, de la imposibilidad de poder sostener un gobierno propio por la vía  democrática, y a través de elecciones libres. 
 
Este nuevo “gobierno judicial”, que se extiende como mancha de aceite en toda nuestra región, nos hace ir al diccionario para no asustarnos con el uso de las palabras. Si uno va al diccionario y busca la palabra dictadura, encuentra el siguiente texto sobre su significado: “régimen político en el que se gobierna con poder total, sin someterse a ningún tipo de limitaciones y con la facultad de promulgar y modificar leyes a su voluntad”. Sin demasiado esfuerzo se podría asimilar esta significación, a mucho de lo que pasa en Suramérica por estos días.
 
Argentina y Suramérica necesitan urgentemente una nueva Teoría del Estado, y un nuevo Constitucionalismo de Época, que de ningún modo se puede debatir mirando a Europa, o repitiendo modelos organizativos, que ya están fuera de tiempo. La discusión sobre el presente judicial y su implicancia política, no pude seguir siendo un debate sistémico, con un claro sesgo de aislamiento conceptual y temporal, donde la materia de opinión, solo está reservada a “profesionales del derecho”.
 
Gran parte de los problemas que atraviesa el campo popular en Suramérica, se vinculan también a una mirada ingenua sobre la historia democrática de nuestro continente, y a la incumplible expectativa de pensar que las fuerzas populares, pudieran llevar adelante sus planes de gobierno con el respeto de los perdedores y de haber creído que cuando no estuvieran en el gobierno, podrían  preparar sus equipos en libertad,  para disputar el liderazgo democrático en el próximo turno electoral. Este modelo de “democracia europea” no aplica en Suramérica, donde los líderes populares, para no morir en el destierro y la cárcel, deben permanecer en el gobierno hasta el final de sus días. Donde no hay organización popular sin estatalidad, y donde solo los dirigentes políticos “admitidos” por las oligarquías nativas, pueden llevar a cabo una actividad política “occidental”.
 
La incomprensión europea, sobre los límites no deseados pero reales, de la democracia suramericana, y el prejuicio sobre nuestro “movimiento popular latinoamericano” sigue vigente, aunque no es nueva. De hecho, varios siglos pasaron hasta que Europa reconociera que  de este lado del océano, había pueblos soberanos, además de recursos naturales a expoliar.
 
El tiempo que nos toca, es el de construir una nueva Teoría del Estado y un Nuevo Constitucionalismo Suramericano. Para ello, tal vez sea un buen punto de partida, rastrear en los orígenes de la constitución argentina de 1949, el piso de un nuevo constitucionalismo popular. Aquel maravilloso texto, derogado de facto, con la compañía en su derogación, de todos los “republicanos” que obviamente nunca son peronistas, es un punto de partida ineludible. Las reformas del poder judicial, promovidas recientemente por Evo Morales en Bolivia, son también un faro que puede alumbrar este debate.
 
La idiosincrasia “intrínsecamente monárquica” del poder judicial, es lo que ha permitido que sea el reemplazante natural como “gendarme de época” de un poder militar planificadamente obsoleto, que fuera útil en el Plan Cóndor, pero que ya no les sirve, y que pudiera ser peligroso si recobrase el compromiso de San Martin, Bolívar, Perón, Chavez y tantos otros.
 
Las funciones de articuladores del estrangulamiento de la democracia en la región, hoy son propias de los poderes judiciales respectivos, aun para subordinar y condicionar a sus propios “presidentes amigos”, siempre a tiro de ser desechados, con la mayor facilidad. Pedro Pablo Kuczynski no pareciera ser “el ultimo en retirarse”.
 
No hay modo de pensar un Estado Soberano, protector de la voluntad popular -amenazada por la globalización financiera y el imperio del mercado- sin un nuevo constitucionalismo que se ubique por encima del mercado y muy lejos de ser su servidor indefenso, y no hay modo de mejorar el poder judicial sin reconstruirlo con otras bases y conceptos, pensado como parte del Nuevo Estado que Suramérica necesita.
 
Ya es hora de pensar con cabeza propia, con cabeza Suramericana.