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08-01-2021

El Final del Sueño Americano

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Por Marcelo Brignoni para La Tecl@ Eñe Revista. Los movilizados del 6 de enero en el Capitolio en Washington, son los descendientes y los actuales rostros olvidados del interior estadounidense, la “escoria blanca” que aparece ahora, Trump mediante, constituyéndose en un sujeto social activo que le ha perdido el miedo a la aristocracia bipartidista estadounidense y que pone un signo de interrogacion sobre el Gobierno de Biden

Las imágenes del último 6 de enero en el Capitolio en Washington, sede del Congreso Estadounidense, donde manifestantes de distintos lugares del país ingresaron al edificio para interrumpir la certificación de la elección de Joe Biden como nuevo presidente de Estados Unidos, han sido analizadas, mayoritariamente, con la liviandad y el maniqueísmo al que la corrección política nos tiene acostumbrados.
 
El relato oficial señala algo como esto: “un conjunto de gente malvada y antidemocrática empujada por un presidente que no representa nuestros valores pone en riesgo una nación ejemplar, caracterizada por sus ideales históricos de democracia y libertad”. Miles de dirigentes y analistas alrededor del mundo repiten de modo patético esta interpretación.
 
Aquel 4 de julio de 1776, quienes promulgaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, encabezados políticamente por el poseedor de seiscientos esclavos, Thomas Jefferson, y por quien sería el primer presidente de ese país, George Washington, nos decían que “el nuevo americano caminará por la historia y será una persona libre que construirá una sociedad justa e igualitaria en un suelo nuevo e inmenso, lejos de los regímenes monárquicos corruptos de la decadente Europa”. Éste fue el mito fundacional. Un mito redactado por un esclavista que hablaba de la libertad.
 
Así los Estados Unidos de América comenzaron a transitar su propio camino. Menos de cien años después, en 1861, llegaría la Guerra Civil, que duró cuatro años. El norte “antiesclavista, urbano y desarrollado” venció al sur “esclavista, rural y atrasado”. Los demócratas, principales avalistas de la esclavitud contra la pretensión libertaria del republicano Lincoln, se reconvertirían con los años, ya no en su rol de explotadores de la ruralidad esclavista confederada, sino como los impulsores de la construcción del nuevo sistema bancario financiero de Estados Unidos hasta llegar a tener su propia capital: Wall Street.
 
Aquel “nuevo país” post Guerra Civil se proyectaba disparado hacia el futuro, nos dijeron. Ambos mitos fundacionales, construidos y repetidos publicitariamente por la historia oficial estadounidense, se olvidan de las víctimas de esa construcción.
 
Los ocultados 244 años de historia de los marginados estadounidenses aparecen ahora, Trump mediante, con la “escoria blanca” como protagonista, constituyéndose esta vez en sujeto social activo y poniendo 70 millones de adhesiones a Donald Trump.
 
La WHITE TRASH descripta de manera inolvidable, en su libro del mismo nombre, por la historiadora Nancy Isenberg, ha decidido salir a la calle y discutir en el espacio público y en la política norteamericana cuál es su lugar real en el sistema de poder estadounidense y en la distribución de los beneficios de éste.
 
El clasismo estadounidense bipartidista, de un sistema político aristocrático constituido “por los ricos para los ricos”, no soporta esta posibilidad. La crítica a los “movilizados” no es por algunos de sus valores, mayoritariamente repudiables, por cierto, sino por su negativa a permanecer asumiendo su rol histórico de escoria blanca de baja calificación y nulas pretensiones, despreciada por las élites urbanas de ambas costas del país.
 
Trump ha colaborado, aun sin quererlo, en correr el telón de esta falsa “historia oficial estadounidense” que tiene grietas y fisuras que solo hay que saber buscar, para descubrir en su real dimensión.
 
Uno de los jefes de la independencia mítica estadounidense, John Adams, vicepresidente de George Washington y luego segundo presidente de Estados Unidos, tenía una mirada clara de la “movilidad social” en ese país cuando decía: “todo el mundo necesita a alguien al que mirar por encima; hasta el pobre necesita al perro. Y ésa es, desafortunadamente, nuestra idea de la movilidad social: no la de crear un sistema abierto y justo, sino un sistema en el que, si uno no se mueve para arriba, necesita que alguien vaya para abajo”
 
Los “proveedores mundiales de democracia” han construido un relato idílico de sí mismos, que la toma del Capitolio sepultó en vivo, a escala planetaria.
 
Los movilizados del 6 de enero, que no son ni aspiran a ser los intelectuales de su tiempo, son los descendientes y los actuales rostros olvidados del interior estadounidense: el blanco pobre, el “comemazorcas”, el “paleto”, el “Homero Simpson” de carne y hueso. Las víctimas, que junto con los esclavos negros y los nativos americanos, pusieron la vida y la sangre en beneficio de la escoria de Wall Street.
 
El blanco pobre, ese estadounidense extraño y complejo, de valores muy lejanos al progresismo urbano políticamente correcto del Siglo XXI. Ese mismo que golpeó la mesa y votó a Trump hace cuatro años, hoy protagoniza un fenómeno que trasciende a la figura del millonario empresario mitómano de Nueva York.
 
Ese viejo nuevo movimiento, ya tiene vida propia y se niega a volver al closet para observar una democracia de elites que ya ni siquiera los puede engañar con el “sueño americano”.
 
No en vano y, además, el 50 por ciento de los votantes de Trump, creen sinceramente que hubo fraude y que las movilizaciones al Capitolio fueron una protesta justa.
 
Esas sospechas de fraude se justifican, pero no sólo ahora sino de modo estructural histórico, al observar un sistema electoral como el estadunidense. Un sistema electoral que carece de elección directa del presidente, de voto obligatorio para interesar a las clases sociales más bajas en su participación democrática y de autoridad federal de organización y control del proceso electoral. Queda explícito de modo brutal que es un sistema electoral incapaz de recibir algún elogio.
 
Si a ello se suma la montaña de votos por correo de dudosa verificación de identidad de esta última elección y la existencia de procesos electrónicos de votación y conteo en distintos estados de la Unión, el combo para sospechar de la legitimidad del sistema electoral estadounidense es indubitable.
 
La crisis de este sistema electoral tuvo un capítulo tremendo en la elección presidencial Bush versus Gore del año 2000 que se arregló entre bambalinas al interior de la elite aristocrática bipartidista que gobierna Estados Unidos, entregando la cabeza de Gore. Aquel llamado de atención no fue atendido y 20 años después nada fue corregido.
 
El país de la elite que promovió el Ku Klux Clan, el macartismo, el asesinato de Luther King y Malcolm X, el racismo de clase, la invasión a más de 20 países, los magnicidios reiterados, el asesinato de ciudadanos extranjeros en terceros países, y la detención ilegal de personas para torturarlas en Guantánamo, no puede ser ejemplo de nada ni de nadie.
 
La USAID, el organismo al que Estados Unidos destina millones de dólares para repartir en el mundo, entre dirigentes políticos, académicos y periodistas dispuestos a servir al Departamento de Estado y repetir y defender sus teorías, deberá aumentar sustancialmente su presupuesto para convencer a alguien que es elogiable la democracia estadounidense, y que un país con una desigualdad agraviante de cualquier humanismo y con una violencia interna hija directa de esa desigualdad, merece algún tipo de imitación o elogio de su sistema socio político.
 
Donald Trump no es una anomalía no prevista de un sistema prestigioso. Es el claro emergente de millones de personas condenadas al hambre y al olvido, de las que se aprovechó. Pero que Donald Trump no sea elogiable en nada, no significa que sus críticos sean mejores que él.
 
Trump es el síntoma de un modelo de país que se va por el inodoro a pesar de cómplices, cipayos y empleados a sueldo que nos cantan el himno de la hipocresía.
 
La única verdad es la realidad, y la “escoria blanca” le perdió el miedo a la aristocracia bipartidista estadounidense. Eso ya será muy difícil de volver a ponerlo a como era en 2015.
 
Lo que se viene no sólo no terminó, sino que recién está empezando.