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19-11-2017

Religión y Política en Sudamérica, en tiempos de Francisco

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De cara a la próxima visita de Francisco a Sudamérica, cuando en Enero de 2018, visite Chile y Perú, es necesario intentar una aproximación a expectativas y realizaciones de estos casi cinco años, de un Papa como Francisco, el número 266 de la historia de la Iglesia, que ha realizado mas de veinte viajes por el mundo, cinco de ellos a América Latina, demostrando su vocación por el contacto directo con los pueblos de todo el mundo, sobre todo con los de su lugar en el mundo, Latinoamérica.

Con la llegada del ex Obispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, a la máxima instancia de la Iglesia Católica, transformado en el Papa Francisco, se reabre una etapa que tuvo muchos vaivenes en nuestro continente, marcados básicamente por dos temas. La relación manifiesta del accionar de la Iglesia Católica con el devenir de la política, y una tensión siempre vigente, entre las tendencias conservadoras y transformadoras, dentro de la propia Iglesia. Esas tendencias han tensionado históricamente en Sudamérica, la realidad de la Iglesia y de su accionar, en un continente caracterizado tanto por la masividad de la feligresía católica, como por la injusticia manifiesta de su ordenamiento social, marcadamente desigual.

En este mundo hipotéticamente multipolar, que se debate entre la globalización corporativa y la globalización estatal gubernamental, gran parte de la política sudamericana tiende hoy, a tener un lugar muy pequeño de influencia, subordinada por su propia y cobarde decisión, a un rol de acompañante del mercado, en la justificación del injusto “orden natural de las cosas”. El populismo emergente a fines del siglo pasado, que se creía concluido, en tanto “anomalía” del sistema político, retorna en su influjo de influencia, en el marco del nuevo mensaje papal.

El neoliberalismo global, que divide la población mundial entre “ganadores” y “perdedores por propio mérito”, donde los grandes degluten a los pequeños, consideraba terminada la “confusión populista” hasta que Francisco arribó al Obispado de Roma.

Francisco actúa ahora en este “mundo cruel”, donde “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” como diría Mark Fisher.

A pesar de estos presagios y desde 2013, el Papa Francisco comenzó a intentar una voz global articulada, cuya plataforma se organiza en la denuncia de un “sistema mundial injusto”, no casual ni natural, y si voluntario, y por ende corregible.

Un mundo y un continente, donde aún las fuerzas políticas descriptas peyorativamente como “populismo latinoamericano”, no promueven un paradigma económico alternativo al capitalismo, sino que, en todo caso, proponen formas de convivencia solidaria entre las reglas duras del mercado y la reconstrucción de autoridades estatales soberanas, lo que sin embargo, ni siquiera en esta aproximación módica a “un mundo de hermanos”, es tolerado por los fundamentalistas de la meritocracia y la herencia política patrimonial.

Mundo para ricos, gobiernos de ricos, orden natural de supuestos méritos individuales.

El argentino más importante de la actualidad, tiene el peso de esa voz que señalamos, cuando ni los presidentes de países periféricos, ni los organismos regionales, ni los presidentes de naciones emergentes poderosas, han podido modificar el sentido común globalizador excluyente, que se torna más injusto al paso de los días.

Más allá de esta intención, lo que el Papa propone tiene un límite nítido, que él conoce. Su propuesta de la triple T (tierra, techo y trabajo) es imposible de llevar a cabo, sin la acción de la política, y sin la vocación de esta de capturar democráticamente el estado, para ponerlo al servicio de la solidaridad y del cuidado de la “casa común”.

El Papa no puede prometer un “mundo nuevo”, ni siquiera una “iglesia nueva” sin la colaboración de la política. Ahí está el principal eje de la interacción entre política y religión que se desprende del concepto de los discursos y encíclicas papales. Desde el “hagan lio” para cuestionar la institucionalidad existente, cuestionamiento visible en la propia génesis lingüística de esa propuesta, hasta la conciencia de saberse solo un nuevo Papa, que por el momento no es una nueva Iglesia.

La Iglesia Católica, ha tendido a su reproducción institucional y a su permanencia en el tiempo, como las dos directrices principales de su acción histórica. Francisco lo sabe y por eso no propone una nueva Iglesia sino apenas y nada más y nada menos que un nuevo Papa, el que, junto a la política y a los gobiernos, y no sin ellos y mucho menos contra ellos, profese y promueva el contagio de las acciones positivas contra sus enemigos conceptuales, los “cristianos egoístas”, y la “Iglesia del no hagas esto, ni hagas aquello”.

A cuatro años de su designación, visitará nuevamente en enero próximo, el continente que lo vio nacer y desarrollará entonces su acción religiosa, para volver a hablar de excluidos, de campesinos, de trabajo digno, y tal vez sin decirlo explícitamente, oponerse de hecho contra el neoliberalismo globalizador, que pasea rampante su capítulo argentino en estos días por nuestra tierra, en tiempos de nostalgia sudamericana por los gobiernos populares.

Francisco una vez más, intentará abrir interrogantes y esperanzas, de cara al futuro, sabiendo de la historia de la Iglesia, de que casi siempre llegó tarde, a los pedidos de perdón, a las condenas a un sistema que produce pobres y excluidos, a la crítica de un egoísmo caníbal, que se expresa con transparencia brutal, en la masividad de los mal llamados “paraísos fiscales”, concebidos para no pagar los impuestos que permitirían que los “parias de la tierra”, la “famélica legión” tenga una chance de vida digna en nuestra “casa común”.

El “populismo módico” del Papa, su discurso en sintonía con los gobiernos de izquierda de la región sudamericana, lo legitiman ante sectores populares y ante gobiernos que, a pesar de su esfuerzo, en muchos casos no pudieron o no supieron, cambiar las estructuras injustas, que siguen vigentes en el continente más desigual del planeta.

El Papa nos muestra sin filtros, la impotencia y el desinterés del mercado, para promover una “comunidad de hermanos”. Ese mercado que solo nos puede mostrar la ostentación obscena de los ricos, el desarraigo de los inmigrantes, los mares de Lampedusa, las mujeres pobres, los obreros esclavizados, los campesinos paraguayos desarraigados, los discapacitados argentinos librados a su suerte por el estado macrista, y la cobardía egoísta de un importante sector de la dirigencia política, que lejos de cualquier altruismo, solo tiene una mirada destinada, a contentarse con las sobras que los poderosos, dejan en la mesa de los escuálidos debates institucionales, de nuestro continente.

El viejo “jefe de la oposición anti kirchnerista” tiene sin embargo múltiples coincidencias con Néstor.

Su identificación con el peronismo, y la importancia que le asignaron a la política y a la acción del Estado, tal vez sean las más notorias, aunque no las únicas.

Estas coincidencias, explican más que nada al Papa que vemos estos días, coincidencias que no tuvieron en cuenta en aquel 2013, ni los republicanos que festejaron su consagración, ni los kirchneristas que pusieron “el grito en el cielo”.

La designación de Francisco, inauguró una serie de nuevas intersecciones políticas y religiosas, pero también descubrió un sedimento de historias profundas, que él mismo ayudó a remover a partir de acciones concretas y de un diálogo intenso con los hijos de un ciclo político precedente y aún vivo, el populismo latinoamericano. En esa vocación de reconstrucción histórico discursiva, anida el odio que hoy le profesan sus antiguos admiradores.

En esos rasgos, también visibles en Néstor Kirchner, se condensa una dialéctica entre lo que está en marcha y lo que viene, entre lo instituido y lo instituyente. Rasgos que remiten, en definitiva, a uno de los signos más potentes y auténticos de esta nueva etapa del catolicismo, un Papa que procura superar los límites de la propia institución que conduce, sin romperlos. Trascenderlos sin atomizar ni fracturar, lo organizado y conseguido. Esa parece ser la apuesta de Francisco. Una apuesta de conceptualidad similar a la que Néstor Kirchner pensó para la fuerza política fundada por el General Perón, administrar el límite de lo posible, correrlo hacia lo deseable, pero sin confundirlo con lo inviable.

La Constitución en Argentina le otorga a la Iglesia Católica, lo mismo que el nuevo código civil, el carácter de “única religión con carácter público oficial”.

El Papa proviene de esta realidad, la de un país que subvenciona los sueldos de los obispos en actividad y de los retirados, desde que lo impuso la última dictadura militar, como una de sus “políticas de seducción” para obtener el silencio eclesiástico de aquellos días. También les paga el sueldo a los capellanes de todo el país.

A esto se suman los subsidios que reciben las escuelas privadas, cuya mayoría son religiosas. El 23,5% del gasto educativo en Córdoba y el 15% en la Provincia de Buenos Aires, tan solo como ejemplos.

Allí tal vez radiquen, las explicaciones de las actitudes recientes, de la Conferencia Episcopal Argentina.

Estas “ayudas institucionales” dan cuenta de que, para una democracia neoliberal, no hay mejor iglesia que la medieval, y que para los “progresistas” en tanto liberales, siempre es mejor tener de Papa una versión más funcional de viejo moralista, dando misa en latín y azuzando con perseguir abortistas confesando represores, para poder exhibir ante ello, una posición de “condena justificable”.

Francisco no es nada de esto, y desafía aun en sus conscientes limitaciones, el lugar que el sentido común de derecha e izquierda le asignan a su cargo. La Iglesia de Francisco es una iglesia que pide más estado, no más iglesia, que pide más política, no más religión, que pide menos egoísmo, no más limosna, que pide más tolerancia y no más dogma.

Francisco no impulsa el “concepto moral” de las sociedades, sino su “concepto político”. Intentando reinstalar la idea de “pueblo americano”. Concepto bastante lejano del “vecino macrista”. Idea para la que Francisco cuenta, con la eficiente colaboración retórica de una Iglesia, permanentemente “refundada”.

La política debe cumplir su parte en este presente desafiante, y dejar de someterse al “no hay alternativa” del dogma neoliberal, sobre todo porque se nota mucho que esa no es “la única alternativa”.

Francisco demuestra cada día que “hay alternativa”, por lo que ya no hay excusas ni escondite, para aquellos militantes de una política, que quiera presentarse a sí misma como popular, mientras no actúen en consecuencia.